Acerca de lo interesante en Medicina
William Osler
“El internista entre la ciencia, el arte y el humor. Algunas notas sobre lo interesante en medicina”
Roberto C. Frenquelli
1- Víctor es un hombre de 54 años. Me consulta hace unos dos meses por hipertensión arterial. Relata que sintió mareos mientras trabajaba en su taller de carpintería. Le encontraron 180/110. Los mareos cedieron casi de inmediato. Lo vio un médico de su barrio y lo derivó a un cardiólogo del mismo centro. Este le indicó un electrocardiograma y una ecocardiografía. Mantuvo unos días cifras algo elevadas, aunque menores a la citada en el debut. Finalmente, le indicó un betabloqueador. “No lo tomé porque el médico cardiólogo no me gustó, me dio desconfianza, me atendió rápido cuando fui a buscar el resultado, de parado me anotó un remedio, no se acordaba de mi apellido. Tenía una pila de papeles; al principio, no encontraba los míos. Tampoco habló con el clínico. Por eso cambié”.
Es un hombre de estatura mediana, rubicundo, algo entrado en kilos, descendiente de irlandeses. Tiene una carpintería de muebles de estilo. La atiende personalmente, con escasa ayuda. “No se puede tener a nadie..., no hay responsabilidad...”, me dice como disculpándose. Pulcro, sobrio en el vestir, tiene un relato medido –como si fuera calculando sus dichos-, sin llegar a ser del todo aburrido. Hay que esperarle mientras cuenta con cierta lentitud. “Quiero preguntarle si ésto puede ser stress...”. Continúa “...vea doctor..., ando muy preocupado: salí de garantía para un amigo. Viene de años..., este muchacho –que conozco desde toda la vida, del barrio- se metió mucho. Me pidió varias veces. No puedo decir que no. Para mí la amistad es todo..., ¿entiende? Yo nunca tuve un problema, una deuda, un reclamo. De repente puedo perder todo. El dice que las cosas se le fueron de las manos. Lo que me duele es que no me avisó que se le venía la maroma. Un día voy al banco y me encuentro con que estoy inhibido. Dice que va a pagar..., que conmigo no pasa nada...”. Lo examino. Tiene 145/100; el resto del examen es normal. La eco no muestra alteraciones.
En una visita ulterior se explaya más. Ha puesto un abogado. Comenta sobre su amigo. Le pregunto cómo es ésto de “su amigo”. “Tiene razón, ya no sería mi amigo...”, contesta meneando la cabeza. Me dice que la mujer no sabe nada; “mejor..., sino me vuelve loco..., las mujeres no conocen de estas cosas. Ella es muy nerviosa...; discutimos por el pibe más chico... Ese sí que me salió diferente a mí. Es un irresponsable. Me repitió. Un vago..., atorrante; son los que más suerte tienen... Eso sí: que el que labura es el irlandés..., el gil... A veces me cuesta levantarme, subir todos los días la persiana y meterme con mis maderas..., duermo mal”.
Un día, ya iniciado su tratamiento, recibo una llamada suya. “Le voy a mandar a mi mujer. Esta chica no da más, está loca, muy nerviosa..., llora todo el día, tiene miedo a todo. Esto no va, ¿me entiende doctor?”.
Elda es bajita, adelgazada, de cabellos rubios mal teñidos, con cierta desprolijidad en sus uñas, en su peinado. “No puedo más. No tengo ganas de nada, no tolero las cosas de la casa. Lloro por todos los rincones. No duermo. Bajé de peso, se me cerró el estómago. El es bruto, lo reta feo al nene. Tengo miedo que le pase algo..., el otro día trajo la libreta con malas notas, le dijo delincuente. Será muy bueno y trabajador, pero no se da cuenta...; Ricardito nació con un problema en el píloro y lo operamos de meses, siempre fue delicado. Además, es distinto, no le gusta el taller, quiere ser músico. Yo siempre tenía miedo que le pasara algo. Ahora más, sobre todo si él lo trata mal. Pero no sé cómo frenarlo... Lo castigó por quince días. Sufro, pienso que es muy joven... Por casa un chico como él se suicidó”.
Es la menor de dos hermanas. Su padre falleció hace unos cinco años. “Estuve con algo parecido... Me duró unos meses. Pero entonces tenía otros incentivos, estábamos terminando la casa; él hizo una casa muy linda, trabajé mucho”. “Siempre fui temerosa. Tenía ideas..., pensaba que se iba a morir mi papá. Desde chica me pasó..., tal vez porque él era muy calladito, apocado. En casa la voz cantante era mamá, tenía una tiendita; hacía todo, la que mandaba. Papá era muy bueno... nunca nos levantó la mano. Mamá sí, por ahí nos metía un sopapo. Con el nene tengo el mismo miedo que con mi papá. Me pregunto porqué fallo tanto, porqué no sé manejarme..., le hago daño con mi miedo...”.
He preferido iniciar mi trabajo de esta forma. Aunque incompletamente presentado, entiendo que es un relato sobre el que podemos ir pensando algunas cosas. Inicialmente que es un acontecer absolutamente frecuente en la práctica de un médico general o especialista en medicina interna, tal vez de cualquier otro. Hay un despliegue de lo familiar, que se ofrece casi espontáneamente a poco que se establece un básico espacio de escucha. Un padre hipertenso, una madre depresiva, un hijo con trastornos en la escolaridad, distanciado de su padre, aproximado a su madre.
Mi tema es “Trastornos del humor”. Aquí tenemos una depresión, reúne varios criterios: tristeza, llanto, abulia, insomnio, adelgazamiento. Con ansiedad y temores conectados a lo trágico. Además, autorreproches. Hay un antecedente de un episodio similar. Lleva varios meses. Podemos decir que parece una depresión mayor, no grave. Esta mujer trabaja todos los días, mantiene su casa, sin un gran deterioro de su capacidad social, funcional. Sufre mucho, está claro, pero parece no inclinarse hacia el psicotismo.
Afirmaré aquí, pensando en el internista y/o el generalista que es muy difícil que un episodio depresivo grave sea nuestro paciente corriente. De relativamente fácil distinción hasta por el lego, que tal vez ni nos consulte directamente. Prefiero pensar con ustedes en este tipo de casos, que pueden evolucionar hacia formas severas, pero que son de todos los días.
No creo en aquello de “las depresiones leves o moderadas que ve el clínico” como nuestros “maestros visitadores” suelen decirnos folleto por medio del nuevo antidepresivo “de fácil manejo, con nulos o escasos efectos tóxicos”.[1]
Sí creo que aquí tenemos claramente indicios para pensar en este concepto que llamamos enfermedad. Que no es otra cosa que un acontecimiento del suceder del vivir, una modalidad de existencia si se quiere, que denominamos depresión. Modalidad que hace sufrir al sujeto mimo y a quienes le rodean. Modalidad antieconómica, por cierto. Pero que no ha surgido así nomás, caprichosamente.
Esta familia, tomada como unidad, es un claro ejemplo de los principios que enunciara Enrique Pichón Riviere: policausalidad, pluralidad fenoménica, continuidad genética y funcional. Principios pensados para el individuo, pero que se espejan en lo familiar. Padres, hijos de inmigrantes, que llegan a la edad media; un hijo que sale “delincuente-distinto” de un padre hipertenso, obsesivo –sometido a su amigo, sometedor de su mujer-, una mujer “loca” –deprimida, impotente, cansada de fregar-, culposa.[2]
Entonces, ya no es meramente “una depresión”. Es una novela, una historia que se nos ofrece. ¿Cómo entrar aquí?; ¿cómo dejar entrar en nosotros a estas personas? Esa es la cuestión.
Una forma es directamente no entrar. Renunciar al relato. Normatizando, valorando desde una posición de “autoridad médica”, repartir un betabloqueador, un antidepresivo con un sedante, unas vitaminas, a padre, madre e hijo respectivamente. Cuanto más dar algún consejo: “no se preocupe tanto”, “tiene que tener voluntad”, “te conviene estudiar”, en el mismo orden, en definitiva: cosificar, reducir, siempre, claro está, bajo el amparo de cierta cientificidad y vaya a saber cuál otro principio pseudoacadémico.
Otra forma es entrar. Esto significa disponerse a escuchar. Y no podemos escuchar si no hemos sido escuchados. Para que desde ese conocimiento de lo propio intentemos conocer algo de lo ajeno. También hay que estudiar psiquiatría, que después de todo –hoy más que nunca queda tan claro- no es más que una de las tantas ramas de la medicina interna.[3] Para ello conviene estar bajo el paraguas contenedor de un grupo Balint; siempre, como siempre tenemos el estetoscopio, conviene tener en cuenta la posibilidad de una interconsulta médico psicológica, de un psicodiagnóstico como de un estudio neurobioquímico. Estudiar estos casos, como hacemos con otros.
Es bueno conocer de psicofármacos, tanto como sabemos de la utilidad de la sulfasalazina para la artritis reumatoidea o de doxazosina en los hipertensos, con trastornos lipídicos y un adenoma de próstata. ¿Cuáles son las diferencias? En la intimidad de la sinapsis, de los receptores, etc., ninguna. La diferencia puede estar en que por ahí recetemos un sedante en una depresión, o un hipnótico en uno de sus síntomas capitales como el insomnio. En general ésto sucede por déficit diagnóstico o por desconocimiento del manejo terapéutico. El médico clínico suele temer los efectos secundarios y receta algo que entiende de más simple manejo generando iatrogenia (el sedante empeorará la depresión; el hipnótico tratará dudosamente un síntoma descuidando el cuadro general y produciendo dependencia).
Otra diferencia es que el antidepresivo sin psicoterapia concomitante es inevitablemente una mala práctica: las modificaciones moleculares inducen cambios en el humor que si no se acompañan del incremento de la aptitud para significar la ocasión que es la depresión en sí misma se terminará por producir una recidiva o, lo que es peor, una progresión de la problemática. La administración del psicofármaco deberá darse dentro de todo un contexto valorativo diagnóstico terapéutico. Si ésto no es posible, conviene abstenerse.
Pero ésto también es cierto para los betabloqueadores: un hipertenso como el relatado, sin poder acceder a la dramática implícita, inevitablemente dejará el fármaco o hará otro síntoma.
Me voy acercando a preguntas inevitables. ¿Es que todos los pacientes deben hacer una psicoterapia? ¿Es que el internista avanzaría peligrosamente sobre otras especialidades? ¿Se trata de aumentar aún más las demandas sobre nuestra ya tan exigente formación y práctica?
Aún en la conciencia de carecer de todas las respuestas me animo a pensar que el médico que he planteado antes es posible. Con herramientas adecuadas, puede hacer una psicoterapia no explícita, escuchando sin juzgar, ampliando el espacio de la narrativa en un marco que construirá cuidadosamente. Asentado, eso sí, en una concepción diferente.[4]
Trabajando en el Balint, apoyado en su interconsultor psicológico podrá ir planeando una estrategia. Tal vez deba indicar una psicoterapia explícita con un especialista. Las variantes pueden ser muchas.[5]
Admito la posibilidad de dejar muchas puntas abiertas, flancos débiles en mi exposición. Pero de lo que estoy seguro es de que este tipo de casos son mucho más frecuentes que cualquier tema que se trate en estas jornadas. Quien sostenga lo contrario, afirmo, estaría incluído en las siguientes posibilidades: padece un severo trastorno de percepción de la realidad tal vez con una fuerte disociación del yo, o bien es portador de una coraza caracterológica impenetrable. Todas estas posibilidades me parecen muy penosas. Lo mejor sería pensar que este supuesto colega carece de experiencia en medicina.
Empecemos por sincerarnos. Nosotros, los internistas, los generalistas, estamos a diario frente a ésto. Posterguemos ese afán, digamos esquizoide, que nos pone a la espera del “interesante” lupus o cualquier otra “perla” que por fin nos sacaría de los “intrascendentes funcionales”.[6]
Sabemos que estos problemas son de altísima incidencia. Conocemos bien la cuestión de costos, sabemos mejor que nadie que todo se hace a “costillas” nuestro hoy. Al parecer nuestro trabajo casi no vale. Hace pocos días podíamos ver grandes carteles por las calles: “un consultorio cerca de casa”. No decía “un médico cerca de su casa”.
Se va profundizando el sustituir del médico por una firma comercial, con un criterio mercantilista que lo reduce –con suerte- a un mal asalariado. Inmerso en un paradigma reduccionista, idolatrando la tecnología “dura”, el médico encuentra que se ha dado vuelta la tortilla: si alguna vez pudo encaramarse en el poder, hoy es una tuerca más (y sin tornillo).
Se ha puesto de moda la “medicina familiar”. Este curso de “atención primaria” apunta de algún modo a esta tendencia. Tendencia que no debe ceder ante el salvajismo de un paradigma que busca, tras una fachada de eficiencia, imponer una concepción retrógrada del par salud-enfermedad y, por ende, de la tarea médica. Por eso nuestros “maestros visitadores” nos traen antidepresivos de regalo, librados de trabas (nótese la desaparición de la prohibición de entregar muestras de psicofármacos), con la ya relatada cantinela de los “pocos efectos colaterales”. Por eso podemos leer en los diarios, con firma de “grandes profesores-garantía” que contamos “con nuevos y excelentes fármacos”, que harán “un mundo feliz” a corto trámite pese a lo supuestamente endémico del problema, como el caso de las distimias. Que supuestamente también podremos diagnosticar con la ayuda de unos simples cuestionarios que nos han dejado sobre el escritorio.
La medicina familiar, en mi opinión, tras una fachada de excelencia e invocando atendibles razones, es cartón pintado como las hojas lustrosas de las propagandas médicas.[7] Por lo menos hasta que el médico no recupere el papel central que le corresponde. No desde una perspectiva hegemónica, autoritaria-normativa, de imposición. Sí desde la conciencia de su rol, impuesto desde la socio cultura y aceptado en el convencimiento de su extrema responsabilidad. Junto a sus pares complementarios, los pacientes, intentará transitar el campo complejo de las transformaciones que impliquen mitigar el sufrimiento inherente a la condición del hombre en la cultura del malestar.
Como sería deseable que suceda en la familia que les he comentado. Para que así, entre la ciencia y el arte, -entre las descripciones de los manuales, las teorías, los recursos terapéuticos, etc., y las narraciones donde brota la pasión-, nos acerquemos mejor a la problemática del humor.
Ya no en el sentido empleado por los antiguos griegos, sino en el que desde la misma biología se nos muestra: el humor como la posibilidad del hombre de acceder a sus “sentidos”, contrasentidos y sinsentidos, para desde allí tratar de intentar niveles de resignificación menos deteriorantes de la praxis del existir. Toda una empresa estético-ética. Esto es verdaderamente “lo interesante” en medicina.[8]
El humor se vincula a la humana capacidad de advertir lo absurdo, lo incongruente, con moderados grados de amargura, ironía o satirización. Acto inteligente, agudo, comparte con la ciencia y el acto estético la tendencia a la creatividad.[9]
Aclaro prestamente: evitemos confundir el humor con lo meramente cómico. La manía, o su variante atenuada hipomanía, se integran psicofisiopatológicamente a la depresión, siendo su contracara. Salida harto frecuente de nuestros pacientes, el médico –en la propia incapacidad de leer sus propios estados tímicos- puede asociarse a la manía de su paciente que se caracteriza por una actitud omnipotente, de desprecio o arrogancia frente a las dificultades. El hipomaníaco –tan frecuente en el consultorio-, con ese tono de comicidad algo contagiosa que lo caracteriza, busca escapar del acorralamiento depresivo con pies de barro. Tarde o temprano será el candidato, por ejemplo, a un accidente somático grave.
Dejo aquí. He tomado lo del humor, si se quiere el juego, con absoluta seriedad. He intentado abogar por un médico en una medicina diferente, aportando conceptos para la construcción de otro marco, de otro paradigma. Como siempre, y gracias a esta nueva ocasión que me ha distinguido, les invito a este camino para hacer cierto entonces el anhelo del gran Henri Laborit:
“...la medicina como faz operacional de las ciencias humanas”.
Referencias:
-- Abecasis, Isaac (1990); “Stress y Cirugía. El cirujano como psicoterapeuta”. Actas del 61 Congreso Argentino de Cirugía. Buenos Aires.
-- Balint, Michael (1960); “El médico, el paciente y la enfermedad”. Libros Básicos. Buenos Aires.
-- Bateson, Gregory (1979); “Espíritu y Naturaleza”. Amorrortu Editores. Buenos Aires.
-- Ferrari, Héctor; Luchina, Isaac; Luchina, Noemí (1971); “La interconsulta médico psicológica en el marco hospitalario”. Ediciones Nueva Visión. Buenos Aires.
-- Frenquelli, Roberto (1995); “Sydenham, el Quijote de la Mancha y Relación Médico Paciente hoy”, en “Las teorías y la clínica. Encuentros y Diferencias”. Homo Sapiens. Rosario.
-- Freud, Sigmund (1905); “El chiste y su relación con lo inconciente”. Amorrortu Editores. Buenos Aires.
-- Freud, Sigmund (1915); “Duelo y melancolía”. Amorrortu Editores. Buenos Aires.
-- Koestler, Arthur (1995); “Relations to art and Science”, en “Humour and wit”. Britannica CD 2.0. Encyclopaedia Britannica, Inc.
-- Laborit, Henri (1981); “l´ Inhibition d´ la action. Biologie, Physiologie, Psychologie, Sociologie”. Ed. Masson, Paris.
-- Pérez Tamayo, Ruy (1988); “El concepto de enfermedad. Su evolución a través de la historia”. Fondo de Cultura Económica. México.
--Pichón Riviere, Enrique (1971); “La psiquiatría, una nueva problemática. Del psicoanálisis a la psicología social (tomo II)”. Ediciones Nueva Visión. Buenos Aires.
-- Post, Robert; Weiss, Susan; Leverich, Gabriele (1994); “Recurrent affective disorder: Roots in developmental neurobiology and illness progression based on changes in gene expresion”. En “Development and psychopathology. Special Issue: Neural plasticity, sensitive periods and psychopathology”. Editor Dante Cicchetti. Vol. 6, Nro. 4. Cambridge University Press.
[1] La entidad que aparece en las manuales como “distimia” (“neurosis depresiva”) suele ser presentada como estos casos “leves” de depresión. La dispersión sintomatológica, unida a la cronicidad que se da como característica de estos pacientes, nos lleva a pensar que es difícil que algún habitante de estas tierras, moderadamente cuerdo, no sea un “enfermo distímico”. De allí estaríamos a un paso de convalidar la creación de un fantástico “target” del mercado farmacéutico y, lo que es peor, de contribuir a una medicina aterradora.
[2] Un paciente puede resultar hipertenso por tener carga genética, rasgos caracterológicos predisponentes, incluyendo hasta modalidades de su dieta, etc., sucesos actuales desencadenantes. Esto implicaría lo policausal. Pero en determinado momento podría deprimirse o bien hacer un cuadro psicopático como, por ejemplo, emborracharse y atropellar una persona con automóvil. Esto expresa las nociones de pluralidad fenoménica y continuidad genética (ya no en sentido de genes, sino de desarrollo emparentado) y funcional.
[3] La comprensión de los trastornos afectivos parece ir tornando sin pausa hacia un cierre coherente, a la vez que sumamente elegante y poco forzado, de las cuestiones ambientales y moleculares. Modelización que no es extraña hoy para cualquier otra patología, como sería el caso de la hipertensión primaria.
[4] Isaac Abecasis ha insistido siempre en esta cuestión basado en el concepto de que el nivel psicológico de integración es una omnipresencia en el discurrir de nuestras vidas. Por lo tanto, el médico siempre opera en este nivel, máxime siendo un milenario depositario de grandes expectativas, que arrancan desde la misma compasión animal, siguiendo por la magia, la religión, la ciencia. Hemos sido formados en la idea de que la práctica implica una sectorización de diferentes operaciones técnicas, donde sólo algunos harían psicoterapias. No se trata de negar especificidades, pero tampoco de obviar la poderosa herramienta que todo médico dispone. Máxime cuando de su adecuada instrumentación o no podría rendir en mayor eficiencia, o bien, inversamente, generar iatrogenia.
[5] Largo sería explicar sobre los grupos Balint, también llamados “grupos de terapia de tarea médica”. Lo mismo sobre la “interconsulta médico psicológica” herramienta tan interesante que trabajara en nuestro medio Isaac Luchina. También sería motivo de extenso tratamiento el problema de la derivación al especialista en psicoterapias, al psiquiatra, lo mismo que la utilidad del psicodiagnóstico, etc.
[6] La denominación de “paciente funcional” es absolutamente equívoca desde cualquier ángulo que se le considere. Curiosamente es muy usada por quienes suelen proclamarse defensores de lo molecular, como la base de la medicina “moderna”, “buena”, en la supina ignorancia de que lo molecular –tan inorgánico (material) como funcional- está tan comprometido en una depresión como en un lupus. En realidad, esta denominación anacrónica, sigue siendo usada a modo de “cajón de sastre”, donde se tiran los retazos de aquello “no interesante”, que, en todo caso, “abnegadamente” hay que “tolerar”.
[7] La “medicina familiar” parece dirigirse meramente a un recorte del gasto sin objetar radicalmente el paradigma imperante. Se buscaría un médico barato, que satisfaga la demanda (más que nada evitando quejas), sin cerrar otros grifos que se mantendrían generosamente abiertos. Como alguna vez se planteó en los estudios del terrorismo de estado, el establishment parece haber logrado la etapa superior de la represión, la que alcanza el nivel ideológico: es común ver personas que protestan viendo que demoramos mucho en atender a los pacientes que los preceden. En vez de tomar ésto como una garantía, parecen comportarse como cuando estamos frente a las góndolas del supermercado buscando un paquete. Eso sí, existen ciertas fachadas de las que no nos salvamos: “libre de plus médico”, “alta complejidad”, “mala praxis”. Incluso, hábilmente, los mercantilistas han tomado incluso las banderas de la relación médico paciente, haciéndolas suyas. Más penosamente, nuestros propios dirigentes, suelen hacer lo propio.
[8] Bateson, antropólogo y epistemólogo, ha estudiado –entre otros- el importante rol del humor como adquisición en la escala evolutiva. Lo ha centrado en el establecimiento de paradojas, que mal que le pesen –según su propio decir- “al ideal del lógico”, son constantes en el hombre. Nuestros pacientes están todos presos del encierro, como en toda paradoja, de depender-no depender (como el caso de la madre); ser cumplidor-no ser cumplidor (como el caso del padre), crecer-no crecer (como el caso del hijo). La paradoja, si bien puede enfermar, también puede implicar la ocasión de lograr un salto de nivel, construyendo una nueva situación.
[9] La psicología contemporánea relaciona los procesos concientes e inconcientes subyacentes a la creatividad en diferentes dominios, en una actividad combinada. El propósito del científico es acceder a la síntesis; el artista trata de yuxtaponer lo habitual con lo eterno; el juego del humorista es idear un choque o colisión. Y así como difieren en lo motivacional, también despiertan distintas reacciones emocionales ante cada tipo de creatividad: el descubrimiento científico satisface el impulso exploratorio; el arte induce la catarsis emocional; el humor sacude el malestar y provee una salida menos dolorosa. El chiste tiene un equivalente estructural con el juego de palabras o la rima, que varían desde las palabras cruzadas al desciframiento de la Piedra Roseta. La confrontación entre diversos códigos de comportamiento puede subyacer a la comedia, a la tragedia, a los nuevos insights psicológicos. Harvey comparó el corazón de un pescado con la mecánica de una bomba, también en la Canción de Bernadette se compara el cuello con una torre de marfil, lo mismo el caricaturista que dibuja una nariz como un pepino. Allí encontramos la esencia de la creación, del descubrimiento científico o cualquier otro: ver una analogía donde nunca nadie antes había logrado hacerlo.
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