Ante la muerte de nuestros pacientes / Roberto C. Frenquelli


Ante la muerte de nuestros pacientes

Un breve ensayo para compartir con los colegas amigos

Roberto C. Frenquelli 

 

 

La muerte es el genio inspirador, la musa de la filosofía

Schopenhauer

 

 

Es posible que en el mismo análisis del título de esta contribución ya encontremos una clave. Sin dudas, he caído en una trampa. Los que mueren son nuestros pacientes. No nosotros, los médicos. Seguramente el título “Ante la muerte” hubiera resultado mucho más razonable, mejor dicho más justo y adecuado a lo que trataré de aludir.

 

Una trampa tendida por mi mismo. Como no podría ser de otra manera, al buscar algún tema para contribuir a este nuevo encuentro, tropecé con el de la muerte. Nada es casual. Diversos motivos concurrentes en este momento de mi historia personal me llevaron a esto. No es el caso mencionarlos. Pero no está de más señalar que se deben a la obligada acumulación de los desencantos de la vida. El paso del tiempo, esa flecha tenaz de trayectoria irreversible, va horadando la roca.

 

Sabemos que somos bastante partidarios de una creencia: la de la inmortalidad. Sin embargo, distintas cuestiones nos van señalando, lenta e inexorablemente lo contrario. En ese punto me encuentro. En el medio de un camino entre reconocimiento y desconocimiento. Polaridad absolutamente universal, una más entre tantas, tal vez la más cercana a la condición humana. Sabemos de las vicisitudes de nuestro Yo ante la Realidad. Por eso mi caída ante la formulación del título.

 

Es el momento de hacer una aclaración, que siento como necesaria, urgente para no caer en el ridículo. Nada mejor que las palabras finales de Freud en su carta a Einstein “Por qué la guerra?”: “Saludo a Usted cordialmente, y le pido disculpas si mi exposición lo ha desilusionado”. Es que hablar de la muerte, como de la guerra, como del hambre o la injusticia, es una enormidad. De tal tamaño y calidad que si uno no hace una especie de baño de purificación inicial, señalando de entrada las grandes insuficiencias que posee para enfrentarlo, corre el riesgo de hacer un triste papel.

 

Quién puede hablar de la muerte? Tal vez Lázaro de Betania, aquel que regresó al mundo de los vivos mediante la gestión de Jesús. Pero sabemos que esto es tan solo una ilusión, mejor dicho una construcción delirante. Al menos hasta hoy. Es que la muerte, como se sabe es una no experiencia, de la que solamente tenemos algunos indicios, generalmente imprecisos. Como también sobre la suposición de una vida tras la vida,  el ascenso a los cielos o el infierno según convenga, mediante una jugarreta que el hombre primitivo inventó ante el dolor por muerte del amado.

 

Si exceptuamos este caso, más otros similares, hablar pontificando sobre la muerte es casi vergonzoso. Por que nadie, al menos individualmente, por más preparación de cualquier clase que invoque, está verdaderamente en condiciones de decir algunas palabras.

 

Lo que no nos está vedado, eso sí me anima en este momento, es sentarnos juntos a conjeturar sobre el tema con la esperanza de ampliar la base de sustentación con la cual nos podemos adentrar a diario en el ejercicio de la profesión. Con la esperanza de aprender a canturrear alguna cancioncilla que nos permita ingresar como el niño en la oscuridad. A modo de un acompañante imaginario, tierno y bondadoso.

 

Y esto por que la Práctica Médica, sin dudas para mí, ha nacido a partir del dolor. Que no es otra cosa que la más íntima manifestación de la vivencia subjetiva más cercana al desvalimiento y su amenaza angustiosa: el abandono y la muerte. El desamparo, el momento donde sentimos que se nos suelta de la mano ante los peligros dantescos de la existencia. De esa amenaza constante que proviene de nuestro propio cuerpo, de la naturaleza circundante, de los otros humanos. Que son la base de nuestro malestar cultural. Se sostiene, no sin razones, que toda angustia es angustia de separación. Allí, vecina, mora la muerte.

 

La muerte, como tal, no puede ser imaginada sin su conexión con la vida. La expresión “la muerte no existe”, más allá de cierta ligereza expresiva, no carece de razón. La muerte es un fenómeno inherente a la vida. Sabemos de los grandes ciclos vitales, de su necesaria función. Sabemos de la muerte como una no experiencia, de la ausencia de representación, como una no inscripción. Pero estas intelecciones, por más alambicadas que sean, no alcanzan para moderar nuestra inquietud.

 

Seguramente alguno de Ustedes estará pensando en ese latiguillo contemporáneo: la Complejidad. En ponernos a pensar desde esta postura filosófica, que tal vez no es otra cosa que una buena intención para no dejar nada de lado a la hora de pensar. Pues entonces que pase Morin y se siente con nosotros. A todos tenemos que pedirle ayuda. Máxime si nos ponemos algo a la moda.

 

No diré ninguna novedad al expresar que nosotros vivimos constantemente, obligadamente, entre el dolor, la angustia, el desamparo. Una vez un paciente me enseñó, como tantos otros lo han hecho, algo interesante. Lo hizo con un lapsus: “dolor por doctor”. Otro con “padre por doctor”. No quedan dudas, nosotros los Médicos, herederos de los brujos, los magos y los sacerdotes, venimos a encarnar al padre primordial, temido y deseado por los hijos ante las inclemencias de la vida.

 

Ese padre, ese hijo, anida en los intersticios de nuestro psiquismo. Todos los días salimos a caminar de la mano de una serie de padres: el padre de la horda primitiva, el padre de la infancia, el padre de la adultez. Encarnado en numerosos símiles. Por eso es bueno tener Maestros. Símiles del padre. Algo que por fortuna solemos tener, todavía, los Internistas. Ese padre que de su mano nos enseña a canturrear en la oscuridad. Esa mano calentita y serena que nos lleva. Que a su tiempo debemos poner sobre la piel de nuestros pacientes. Que no buscan precisamente información. Al menos antes que este tipo de cosas de las que hablamos, ligadas a la seguridad, al apego.

 

De la mano de este simple ejemplo me deslizo a un hecho que me resulta curioso. Lo haré a sabiendas de mi fama de supuesto hombre polémico. Pienso en las luengas consideraciones sobre el encarnizamiento terapéutico en salas de terapia intensiva o algunas otras situaciones del estilo. Celebro que este tema haya entrado en nuestra jerga, en nuestra cultura médica. Es necesario. Pero dejar el tema de la muerte en este punto me parece una ingenuidad. Por que el tema de la muerte es cotidiano, es el tema de cualquier consulta por más anodina que pueda considerarse.

 

Ponerse en ese punto, también de la mano del gran tema de la donación de órganos para transplantes, es absolutamente importante. Lo que quiero decir es que no puede quedar confinado allí el tema de la muerte. Así  como empecé mi contribución, señalando un tropiezo conmigo mismo, ahora quiero señalar otro obstáculo importante.

 

Quiero considerar con Ustedes nuestra actitud ante la muerte en la práctica ordinaria. Lejos de los pacientes dados en llamar terminales, de los donantes y receptores. Quiero poner este tema en el lugar de todos los días.

 

Y entonces, ya que de Maestros he hablado, vuelvo a uno impostergable, ya citado. Dice Freud en “La escisión del Yo en el proceso defensivo”: “… como se sabe, sólo la muerte es gratis”. Una frase al pasar, que como felizmente nos suele suceder, a veces se queda a vivir en las mallas de nuestro psiquismo. Este es mi caso. Siempre vuelvo a esta frase, en esa manera de leer que tengo, que suelo llamar “descuajeringante”, pues me quedo pensando en unas pocas palabras, en como suenan y resuenan en mis espacios interiores. Sólo la muerte es gratis. Es decir, lo que cuesta es vivir. Lo que viene después, es regalado.

 

Los Médicos debemos pensar en vivir. De ese modo, pensamos también en la muerte. Para vivir es menester lidiar con la Realidad. Por eso la escisión del Yo, como mecanismo donde hay aceptación y no aceptación del dolor. Siempre digo que no es posible vivir sin pensar en el dolor, en la angustia. No es una postura ideal, rebuscada ni tampoco masoquista. Del dolor, tal vez mejor dicho del recuerdo de la situación dolorosa, de la pérdida, surge la posibilidad del cambio y la transformación deseable. El dolor intenso puede paralizar, con gran carga traumática. Hablo de dolor en sentido amplio, tanto del dolor “físico” como del dolor “moral”. Cuando se pasa al recuerdo, a la imagen memorizada, a su representación, a su transformación en cualidad, es cuando se puede entrar a pensar. A pensar en sentido útil, no al pensar meramente mecánico y estereotipado, el de los salmos y discursos profesorales.

 

Es cuando un Médico logra aceptar que su paciente puede desear morirse. Cuando la familia puede aceptar un final, lejos de los sentimientos de culpa enormes productos del la reflexión del odio profesado. Sabemos que los familiares más indómitos ante un paciente condenado son aquellos que han tenido la mayor ambivalencia, la mayor mezcla de amor y odio. Quienes han amado de veras no se oponen tanto a retirar un respirador inútilmente indicado. Algo parecido podría pensarse del suicidio, como una posible elección de vida.

 

Contra mi promesa de tomar lo corriente, me he escapado hacia los casos terribles, de esos que casi siempre se habla en nombre de la ética y todos los santos del cielo. Incluyendo el de los economistas, esos nuevos sabios que navegan nuestros espacios. A veces llamados “ingenieros médicos” o “auditores”, pues se las ingenian para escuchar los mandatos del capital y sus variantes al uso de los tiempos.

 

Vuelvo entonces a la disociación del Yo. A la aceptación y la no aceptación. Y allí tenemos las grandes plagas de todos los días. Como la alienación a las modas consumistas, a los esos gigantes tragacerebros de los “grandes hermanos”, ordinarios y evanescentes del espesor deseado de la conciencia. A los problemas de las adicciones, no a las drogas ilegales, si no a los tranquilizantes, a la comida, al cigarrillo, a las estupideces.

Como también a los pedidos indiscriminados de grandes estudios, a la creciente costumbre de no revisar  los pacientes, a no hablar con la gente. Allí, nosotros los Médicos, estamos pagando caro por una vida aplanada. Y separando de nuestro campo perceptual la muerte. Esa maestra que nos puede enseñar sobre la vida, puede hacer cierto aquello de “si quieres vivir, prepárate para la muerte”.

Lo mismo que aquello que bellamente nos dice Miguel Hernández, “…retoñarán aladas de savia sin otoño, reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida. Porque soy como el árbol talado, que retoño: aún tengo la vida”.
Es allí, en ese reservorio potencial de poesía que es cada encuentro con nuestros pacientes, donde se mezcla la imagen del dolor con la esperanza, donde nuestras manos y nuestras palabras, enlazadas, buscando un ritmo que nos haga sentirnos acompañados y acompañando, logremos cada día un tanto de alegría por estar vivos y ayudando a vivir. Sabemos que lo que cuesta, vale.
Por eso es menester prepararnos en el sentido humanista genuino, implicándonos de la mejor manera, en la conciencia de nuestros propios límites. De nuestros propios dolores. De nuestra propia angustia. El Médico, en realidad, ha buscado montarse rígidamente en las antípodas del paciente, dejándolo a este, muchas veces, como el necesitado y temeroso. Ninguno de nosotros está exento de este pecado. Pero llevarlo hasta ciertos límites, por más sutiles que puedan en algunos casos resultar, constituye una verdadera falta ética. Una cierta defraudación.
Pero todo esto ya es casi otro tema. El de nuestra modalidad de tramitación psíquica predominante. El terror a la muerte suele ser uno de los grandes factores de nuestra vocación. Curioso destino de aquellos que temen ver sangre. Vericuetos de la mente, no siempre del todo malignos,  que de todos modos no nos alejan de la única certeza que tenemos.
 
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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