Amor no es literatura si no se puede escribir en la piel. A propósito de la sonrisa de la nieta 126

 


Amor no es literatura si no se puede escribir en la piel

A propósito de la sonrisa de la nieta 126

 

Prof. Dr. Roberto C. Frenquelli

 

El título de este nuevo aporte toma una expresión de Joan Manuel Serrat en “Mírame y no me toques”, de 1992. Su elección no se ha fundamentado en cuestiones menores. Aborrezco aquella práctica, tan extendida en los malos aprendices que abundan en el medio universitario, que indica la “conveniencia” de buscar títulos inteligentosos, frases célebres o alguna poesía que lejanamente resuenan con lo que se busca expresar conceptualmente. Son clara expresión de confundir “milonga con velocidad”; como se sabe bailar la milonga no es correr. Tampoco es cuestión confundir literatura con discurso vacío, con mera intención retórica. La literatura, en su versión genuina, es una elegante mezcla de palabras adecuadamente asentadas en su substrato auténtico, primordial: imagen, movimiento y emoción. Entramados inextricablemente en las redes neurales, asiento de las memorias. Trama sujeta al cambio, que nunca es captura in toto de la realidad; trama que es producto de transcripciones y retranscripciones singulares, como producto histórico social. Punto de unión recursivamente hablando entre el aparato neural y la subjetividad. Hay una consustancialización entre el cerebro y el ser.

 

Cualquier otra versión es mala literatura. Lo que no está “escrito en la piel” accede meramente a una fraseología que muchas veces resulta tan ingenua como inauténtica. Es cuando el lenguaje gira loco sobre un eje vacío, donde la palabra ya no es palabra. Es únicamente sonido. No “llega”, ejerce una presión acústica, en algún caso acompañado de cierta emocionalidad en bruto, que no puede avanzar en el circuito del pensamiento. La pragmática del mensaje, en estos casos desgraciados, prima netamente sobre la semántica y la sintáctica. Es la base de la psicología de la propaganda, de los usos impropios por parte de los agenciamientos fascistoides. Que buscan convencer antes de consensuar. Que buscan “vencer” antes que abrir una comunidad de sentido.

 

Estoy pensando frente a las fotos que ilustran este aporte. Vinculadas a la aparición de la nieta 136, merced a la gestión de nuestras Abuelas de Plaza de Mayo. Les pido que se dediquen un tanto a contemplarlas. Como seguramente muchos de ustedes ya lo han hecho. Habrá que detenerse un poco en los parecidos fisonómicos, especialmente en la sonrisa de la joven, de su madre asesinada en cautiverio, de su abuela. Es fácil darse cuenta que la similitud de las sonrisas se debe a causas genéticas, donde la gracia de los músculos faciales de la mímica se encargan maravillosamente de darnos esa sensación incontrovertible de identidad. “Son iguales…”, decimos a la primera mirada. No es mayoritariamente en este punto donde quiero reflexionar junto a ustedes.

 

Quiero referirme a las primeras inscripciones del aparato psíquico. A los primeros momentos de la constante interacción con el mundo, a las experiencias fundantes. Fundantes de lo que cada uno entiende por realidad, co determinándose con aquel entramado sináptico del que les hablaba.

 

Las imágenes (visuales, auditivas, kinestésicas, táctiles, olfativas) siempre van ligadas a la emoción. Son los elementales materiales donde se funda nuestro psiquismo. Materiales que siempre vienen de afuera. La emoción, aún entre los polos del placer y el displacer, se va entretejiendo con aquellas figuras. El circuito senso motor va produciendo registros en el cuerpo, casi mejor podría llamar, llanamente, carne. Es en él, donde se “encarnan” esos complejos de imagen - emoción. Se produce una descarga motriz sobre el entorno, como el llanto, el pataleo, la producción de secreciones y sus traducciones somáticas diversas. Como pasa también con la sonrisa. Que de refleja, gradualemnte pasa a ser social. Tenemos entonces un universo de relaciones en ciernes. La vía nerviosa parte de los sectores corticales especializados, supongamos en las áreas occipitales vinculadas a la visión. Pero sabemos que hay muchos otros sentidos, actuando al unísono. La emoción es su hilo conductor, que atraviesa todos los modos sensoriales, que van siendo eslabonados como las cuentas de un collar. Cuentas intercambiables, no en serie, sino también en paralelo. Aquí me gusta decir rizomáticamente, como en las raíces de una planta, dibujando bucles interminables, imposibles de separar. Visión, audición, movimiento, olfato, tacto, dolor, temperatura. Formas que sin ser nunca meras copias de la realidad se van transformando. Los objetos se van construyendo paso a paso. Se va ordenando la memoria con una sintaxis particular. “Este es el rostro de mi madre” es una operación que comienza desde el minuto cero de la existencia postnatal. Tal vez desde antes, si pensamos en las percepciones auditivas intraútero, con las primeras canciones de cuna durante el embarazo. Desde las primeras caricias sobre la panza, desde los primeros movimientos al mecerse en un sillón. Escena bucólica que desde luego también puede ser terrible, amedrentante. 

 

Esas inscripciones, que siempre son tramitaciones sensomotoras, conllevan descargas por las vías neurovegetativas y neuroendocrinas. Son mediadas desde la corteza cerebral a través de la amígdala, órgano subcortical, bilateralmente dispuesto en la profundidad de ambos lóbulos temporales. Desde ellas, ambas amígdalas, se producen descargas a la totalidad de los tejidos, a cada una de cada célula de toda aquella “carne”, de aquel cuerpo. Desde allí, desde esa intimidad tisular, brota a su vez la sensación interna. Lo que Damasio llama “marcador somático”, que es el resultado de las modificaciones de los tejidos por los cambios circulatorios, del tenor de oxígeno, de glucosa, de los distintos electrolitos, de las hormonas secretadas. Imaginemos una situación de tranquilidad, de sosiego. Por ejemplo tras una mamada bien lograda entre madre e hijo. Podemos imaginar también, desde luego, el cese de la tensión previa, donde el dolor, la angustia, el hambre suelen fundirse en el pataleo, el llanto, el enrojecimiento de la piel, el sudor, la taquicardia, la disnea. Esa modificación interna viene a cerrar el circuito. Hay un pasaje desde lo perceptual, cortical, a lo límbico (asiento de lo emocional), al resto del cuerpo. Y desde él, nuevamente hacia lo cortical, predominantemente frontal.

 

Es que hay un momento donde la fisiología básica, la ligada a la supervivencia, está nítidamente comprometida con el nacimiento del psiquismo. Ahora, aquellos aportes exógenos encuentran en la intimidad del sistema nervioso un cúmulo de inscripciones, como ya he dicho de tipo particular, que configuran la otra cara que nuestro sistema nervioso enfrenta. Lo que algunos llaman, muy genéricamente “lo interoceptivo”, para contraponerlo a “lo exteroceptivo”.

 

Hay un momento que algunos han llamado “el exceso de lo viviente” que debe ser controlado, puesto en su lugar, recuperando el equilibrio homeostático. Cuando se produce una invasión de grandes montos energéticos que vienen desde afuera. Es un momento idealmente concebido como inicial. Es lo que algunos llaman Yo Real Primitivo. Aquí es fundamental la “asistencia ajena”, tal como Freud llama al momento donde se va a producir la Vivencia de Satisfacción. Dando paso a la constitución de las nociones de espacio tiempo, de la espera. De la evitación de la descarga antes de que los signos de realidad den paso a la Acción Específica. Estoy hablando en términos del “Proyecto…” de 1895. Se delinea todo un tránsito hacia el Yo de Realidad Definitivo.

 

Si ese exceso de lo viviente no es dominado, el aparato corre el riesgo de no constituirse adecuadamente. Se producen verdaderos “agujeros” en la trama de las representaciones. Se “rompe”, por así decirlo. Habrá un déficit, un vacío representacional. Fallará la espera, cayendo primero en la descarga en el vacío, en la alucinación. Esa postergación de la acción específica está en la base de la tramitación exitosa de la realidad. La imagen de la madre irá dando los cimientos para la palabra madre. En términos de las ideas de Freud sobre lenguaje, claramente expuestas en “La interpretación de los sueños”, vamos pasando de las Representaciones Cosa a las Representaciones Palabras. De la Identidad de Percepción a la Identidad de Pensamiento. Todo esto es muy complejo, dejaré aquí con la esperanza de retomarlo luego en otro sitio. Volvamos a nuestro título.

 

Qué podemos pensar ante estas fotos? Tal vez pueda parecerles todo esto muy complicado. Algunos pensarán que me estoy refiriendo a osadas postulaciones “neurocientíficas”, lejanas de lo psíquico, del psicoanálisis. Otros, directamente, dirán que me extiendo en firuletes innecesarios, tal vez diciendo algo del estilo de lo planteado al inicio. “Frenquelli hace mala literatura, mala ciencia ficción”.

 

A los que puedan seguirme hasta esta altura, buscando un anclaje psicoanalítico apartado del oscurantismo,  les diré que estoy hablando del único cuerpo humano posible: el cuerpo erógeno y sus vicisitudes. El “cuerpo de la anatomía”, tan vapuleado en los torneos “linguales” (linguales de la lengua en sentido anatómico, no lingüísticos en serio), es una abstracción reduccionista necesaria para estudiar planos y accidentes morfológicos útiles para los médicos y otros profesionales. Pero el cuerpo erógeno es el que habitamos en cada instante de nuestra trajinada existencia. Es con el que nos las vemos frente a los otros y la naturaleza. Lo que llamé carne es aquella situación imaginaria, hipotética, del momento “cero” del psiquismo. No creo, por supuesto,  que esa “carne” no tenga algunas inscripciones antes del nacimiento.  Pues bien, volvamos a la sonrisa de esta chica que hoy tiene cuarenta años. Nos dice “no sabía que tenía una abuela”. Miente. Ella sabía de su abuela. También de su madre. Lo sabía cada vez que sonreía. Lo sabía desde su Memoria Implícita. Aunque no sabía que lo sabía. Seguramente lo ponía en acto al cantarle a sus hijos, al abrazar a sus amados, al besar, al mecerse en una hamaca, al llorar de la bronca o la alegría. El “marcador somático” la acompañaba desde el fondo de su inconsciente, sin claudicaciones, respondiendo desde las tripas. Seguramente ella tenía un saber sobre el amor, bien escrito en su piel. Esa sonrisa, como un don, tenía sus donantes. Es cierto, horriblemente cierto, que les habían sido brutalmente arrancados. Pero ella ya era su madre antes de haberla vuelto a encontrar en el terreno de la conciencia. Ella contaba con sus Representaciones Cosa, como conjunto de imágenes y emoción, con sus Representaciones Palabra. Su madre le había sido amputada, talada, de la peor manera. Pero no lo habían conseguido totalmente. Tal como dije, no sabía que sabía. Eso se nota en su sonrisa.

 

El horroroso camino de esta joven mujer, como la de tantos otros, es un delito de lesa humanidad. De todos modos nos deja el más agrio que dulce concepto de que todos estamos en el camino de volver a codearnos con nuestros primeros objetos de amor, que modificados por el suceder del vivir, se encuentran palpitando en nuestras entrañas. En los sueños, en los ensueños, en nuestros actos cotidianos. En lo simple de la vida están estas complejas cuestiones. Que nos habitan. Como dije antes, que llevamos encarnadas. Por suerte, lo humano de lo humano es fuerte e insistente. Eso interno, es nuestro motor. Algunos lo llaman instinto; otros, pulsión.

 

Cuando nuestros hijos se nos parecen, no solamente está lo genético (que por otra parte está indisolublemente unido a todo lo demás). También se nos parecen, también nos parecemos en ellos, desde estas primeras experiencias que tal vez mal llamamos “arcaicas”. Son viejas, sí. Pero no tienen nada de “arcaicas” en el sentido de su génesis vital. Son básicas, son elementales, son constitutivas. Son testimonios preciosos, concluyentes. El modo de caminar, el modo de mover las manos, el modo de cruzarse de piernas, la prosodia, tantas cosas…, demuestran que vivimos en y para la intersubjetividad. Podemos hablar de imitación, de distintos tipos de identificaciones. Pero lo cierto es venimos de los otros. Que somos uno en los otros. Que vivimos en los otros.  Que la vida es un continuo delinear de formas y transformas mediadas por un psiquismo extenso. Al que tenemos que preservar, tal como hacen las heroicas Abuelas.

 

 

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