El bebé y el juego
ISSN 2422 7358
El bebé y el juego
Prof. Dr. Roberto C. Frenquelli
El juego se extiende a todo lo largo de la existencia. No creo que se pueda tener dudas sobre esta afirmación. Sobre todo si se lo entiende como conexión, como búsqueda afanosa por comerciar con la realidad, con todo aquello que se presenta en el ambiente. Que como no nos cansaremos de repetir, es antes que nada el ambiente que incluye a los humanos.
Es cierto que en su más alto nivel de inteligibilidad se presenta como una actividad eminentemente paradojal, donde algo es y no es al mismo tiempo. El niño púber que intercambia papeles y sellos con sus amiguitos interesados en cierto trámite bancario no ignora que es de “mentirita”, que pronto será llamado por su madre para terminar las tareas escolares, esa aburrida insistencia de lo que llamamos realidad. Lo mismo pasa con el esgrimista que trajina sobre la pedana tratando de vencer a su contendiente, hasta que sobre el final ríen y se saludan, mientras uno declara “hoy me has matado…” Ninguno ha pagado sus impuestos, ninguno ha muerto. Sin embargo, durante esos momentos embargantes y febriles todo ha sido “de verdad”. Para constatarlo no hace falta más que esperar a uno de esos momentos donde algún cliente, lo mismo que algún espadachín, termina con un ojo en compota fruto de un desliz desde lo imaginario a lo estrictamente real.
Pero también podemos entender otro tipo de juego, que no está ligado estrictamente a lo simbólico, a aquella representación que funciona como una presencia que indica una ausencia, para valernos de una suerte de paráfrasis bien a lo Saussure. Los niños que juegan como bancarios, lo mismo que los esgrimistas del ejemplo anterior, se entregan a un juego que implica una cierta labor imaginativa, desprendida de lo concreto, en pos de una significación que “está allí”, sin estarlo. Es el juego en su más alto nivel de abstracción, base del humor, la creatividad, la polisemia del lenguaje. En suma, es la capacidad potencial que alberga en lo más humano de lo humano. No me refiero exactamente al lenguaje; entiendo que esa propiedad distintiva es aquella que nos permite la imaginación abstracta, que nos lleva a diferentes fronteras de lo posible de ser representado. Mejor dicho, de lo re – presentado, donde el guión indica que la realidad ha vuelto a ser presentada, recreada. Propiedad sobre la cual se monta el lenguaje, tanto que suele aparecer no sin cierto aire de magia, como el creador de la realidad. Pero ha sido la enorme aptitud del cerebro humano la que ha permitido otras combinatorias, diferentes, donde los complejos de imagen y emoción van dejando lugar a otras tonalidades. Aquellas que hacen que la imagen del cielo al atardecer sea diferente para cada uno. El cielo se ha presentado; cada uno lo ha re – presentado desde el filtro imaginario que lo histórico social de quien se trate ha permitido configurar.
Un niñito de poco más de catorce meses, al pasar frente a una casa vecina desde donde se desprenden ruidos de platos, tenedores y voces acordes a un almuerzo, expresa abriendo y cerrando su boquita, generando un sonido claramente identificado con “paapa”. Está a un paso de indicar “comida”, “reunión familiar”, “Navidad”, “encuentro”, “desencuentro”, “celebración”, “nostalgia”, “alegría”. Y tantas otras palabras que nacen de sus posibilidades poéticas siempre templadas por la emoción, esa llave inexcusable de toda expresión. No ha sido el lenguaje quien ha creado la situación. Ha sido su tremenda capacidad intersubjetiva primaria, la que lo hace capaz de penetrar en la trama de los otros, que a su vez también ingresan a su espacio interior. Es cierto que la palabra, a su vez, le posibilitará expandir los sentidos, volviendo una y otra vez a la imagen fundante, como aquel nadador que se sumerge en las profundidades para buscar, una y otra vez, algún tesoro que yace sobre el fondo. Esa propiedad reflexiva del lenguaje lo vuelve más rico pero más engañoso. Sin las primeras imágenes, sin las primeras representaciones elementales, el lenguaje se torna vacío, fatuo y demasiado equívoco. Por eso es tan complicado estudiar psicología, lo mismo que psicoanálisis. Porque ambas disciplinas, si es que estuvieran nítidamente separadas, se ocupan de los hechos, de los aconteceres; nunca del “discurso”, mucho menos de la retórica vacía de tontos jueguitos de palabras y otros retruécanos. El discurso, ahora sin comillas, dicho de otra manera, el diálogo, se funda en las primeras imágenes. Es el tránsito desde ellas a la palabra lo que está contenido en el discurso, que no es el creador de las situaciones que vivimos. En todo caso la guía conductora, en orden a pensar sobre la práctica del psicólogo, es la emoción jugada en el contexto; para decirlo de cierta manera, en el juego transferencia – contratransferencia. Precisamente la transferencia es un juego. Es un estado donde el analista es y no es el padre, la madre; o el vecino, el tío, o vaya saber quién. Salir de esa trama paradojal es la tarea enorme de analista y analizante. Pero volvamos al juego so pena de confundir nuestro objetivo ante esta última digresión, aparentemente innecesaria.
Alrededor del primer año, dependiendo de los niveles de estimulación, de ciertas condiciones físicas, mucho más de su temperamento, el bebé juega con insistencia y tenacidad bien al estilo de un explorador consumado. Su permanencia en la atención focal suele ser muy fugaz, aunque es un gran reincidente puesto que vuelve una y otra vez sobre aquello que lo motivó. La variedad de objetos que se le presentan contribuye a esa dispersión, dejando lugar a los padres para pensar en los niveles de estimulación apropiados para la crianza. Hace setenta años un tocadiscos era un artefacto que poseían “los ricos”, lo mismo que un teléfono y, por qué no, una heladera. Ni pensar en un microondas, una procesadora, un televisor…, tantas cosas. Seguramente ese equipamiento con el que venimos a este mundo, las neuronas espejo, tenían bastante menos trabajo, bastante menos desafíos. No hay dudas que los niños de hoy, bien llamados nativos digitales, sobreviven y viven en un magma estimular totalmente distinto. Lo que no ha cambiado es el narcisismo de los padres, la elemental curiosidad innata de bebé que lo impulsa a vincularse. Por eso se han quemado los papeles - los viejos papeles - de la psicología evolutiva. No es que ahora se hayan subvertido los períodos que han establecido estudiosos como Piaget. Lo que ha sucedido es que todo ha sido enérgicamente batido por la velocidad loca de nuestro tiempo. Donde todo parece cambiar vertiginosamente. Pero dejando la duda a quien no se deje llevar por las apariencias a reflexionar acerca de todo esto, sin refugiarse en una tan rancia como estéril crítica, sin plegarse a dar una bienvenida gozosa a una parafernalia de colores, ruidos y movimientos epileptoides al compás de teclas y “remotos”.
Las neuronas espejo son un tipo particular de neuronas, dotadas de propiedades sensoriales y motoras a la vez. Descubiertas por el grupo de Rizzolatti, en Parma, Italia, se diferencian del resto por esa doble capacidad. Sabemos que las neuronas, mayoritariamente, tienen capacidades sensoriales o motoras, no ambas a la vez. Esta dotación diferente, que se encuentra en el hombre y otros primates superiores, tienen la capacidad de transformar en formatos motores a los movimientos advertidos en los congéneres de la especie, no en objetos inanimados. Dicho muy campechanamente, son capaces de “copiar” el movimiento de los otros significativos, incluso sin traducirlo inmediatamente en movimiento intencional. Quedando la información registrada, como base de la imitación y ulteriores identificaciones. El pasaje de lo sensorial por el filtro del sistema límbico, tiñe al movimiento de emoción. Se forman de esta manera las primeras huellas de imagen (motora, auditiva, visual) y emoción. Se configura un “sentir lo que tu sientes”, fundamento de la empatía y la intersubjetividad. De alto valor evolutivo, en tanto resulta el suelo fértil de la cooperación y los sentimientos sociales en general.
Es un juego ligado a lo concreto, centrado en la acción. No obstante sorprendente. Él bebe juega con diferentes envases, obteniendo cierta gama de sonidos; inicia la construcción de pequeñas torres a las que derriba no sin cierta torpeza y, por cierto siempre, con sumo placer. Esta emoción, el placer de conquistar, es fundamental. Se lo advierte entretenido, contento y hasta asombrado de sus progresivos logros. Es feliz. Sus padres, por supuesto, no tanto. La casa se transforma en un verdadero campo de batalla, sembrado de objetos que cada tanto se pisan inadvertidamente con el subsiguiente tropiezo, se corre intentando evitar la rotura de las porcelanas de la familia, se arman y vuelven a armar las atribuladas alacenas. Prueba y vuelve a probar; de esta manera aprende y se afianza en ciertas habilidades contextuales. Empieza a treparse para lograr otros horizontes, se vale de lo que venga, un juguete, un almohadón, un frasco, todo es posible para seguir adelante. Con cierta torpeza, pero con ahínco. Desconoce el peligro. Se acompaña también de vocalizaciones como el “Uuuhhh” del asombro, el “Aaahhh” del deleite, el “JeeJe” de un cierto humor inocente. Ya pisa los umbrales de la ciencia, el arte y el humor. Tal como las vocalizaciones citadas lo demuestran en tanto son para siempre en la vida. Nuestro pequeño héroe promisoriamente se muestra en forma. Al mismo tiempo su hablar es otro juego; se escucha a sí mismo, va probando la posición de sus arcadas dentarias, de sus labios, de la lengua, de todo el aparato fonador. Hay una clara identidad entre movimiento y lenguaje. Su pasión es hacer, moverse. Intenta subir una escalera importante con increíble destreza. Es evidente que se considera “un grande”.
Este juego, egocéntrico, muy centrado en él mismo, no es compartido. Al menos si le quitamos la mirada entre absorta, orgullosa y también cansada de sus padres. Nos ufanamos de verlo “cebar mate” munido – como se ve en la foto – de una pequeña pava y un mate sin bombilla. Algo que en el futuro podría corresponder a una pintura surrealista. Pero que en ese momento es bien concreto, el niño se sirve un mate. Nos dice “toma mate!”.
Somos los padres quienes tenemos, por así decirlo, la obligatoria misión de entenderlos, de darles un cierto límite al curso de esta desbordante manifestación de Eros. Buscando que se afirmen en razonablemente en el placer sin desconocer algo de la realidad. Es cuando llega la hora de la canción de cuna, de la entrega de su agitado cuerpecito que vuelve a alojarse en mullida trama del dormir y los sueños. El bebé aprende entonces a renunciar a ese constante agitar, relajarse, entregado a los brazos del otro. Renunciará lentamente a sus caprichitos y berrinches.
El juego egocéntrico, ese mismo que practicamos los adultos sin advertirlo, nos acompaña toda la vida. El arte humano, el nacimiento del amor, está implícito en el pasaje al juego social, pensando mínimamente al menos, en el otro.
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