Una geometría que da una vuelta sobre sí misma, una y otra vez
Notas sobre la observación de bebés (I)
Una geometría que da una vuelta sobre sí misma, una y otra vez
Profesor Roberto C. Frenquelli
Un niño al que le faltan un par de meses para llegar a su primer año y medio se acerca a su padre en medio de una reunión familiar. Es mediodía, todos bajo la presión de un calor insoportable. Se ha bajado de su silla (Que es similar a la de los adultos pues “ya es grande”; no quiere más su sillita.) Le tiende la mano. Mientras que con la otra le señala la piscina. “Aahshaa”, indica con su índice tan inquieto como certero. Inevitablemente marchan juntos al agua. Ahora no hay otra conversación para ellos que no sea el chapaleo, juntar agua en diversos recipientes, caminar juntos por lo playo…, y lo no tan playo. El resto de la familia va terminando el asadito.
Una escena corriente. Que podría dar lugar a más o menos conocidas opiniones, anécdotas. Como aquellas, infaltables, de esas locas enamoradas de los nietos, las abuelas (Que bajo sus ojos avizores no tardan en calificar la conducta del niño como muy inteligente.) O que casi mejor, puede quedar condenada a cierta intrascendencia sumida en la molicie estival. Ocio que para el padre que se ha trocado en cierto sacrificio. Ha renunciado a una amena charla acerca de las bondades de su nuevo auto. El bebote, una vez más, ha salido con la suya. Hasta aquí casi ninguna novedad. Una descripción como tantas. Aburrida y aburridora.
Es cuando viene a mi boca aquello de “todo brilla según el cristal con que se lo mira”. Con los años he aprendido que los refranes, cuando acuden solitos a nuestro espacio mental, tienen mucho que decir. Para eso, no lo dudo, he tenido una madre refranera, a quien siempre le brotaban esos trozos de certeza simple, serena y ajustada. Tanto que los entiendo como verdes y lozanos brotes de esos gloriosos momentos de conexión que solemos tener. El saber es siempre un saber en relación. Aunque nuestra epistemología implícita, esa tan engañosa postura, nos indique que el saber es de cada uno, singular y personalista.
Superponiendo lentes a nuestra mirada común podemos ver algunas otras cosas. Que transforman el mirar casi pasivo e indistinto. Una de esas lentes es la de la intersubjetividad primaria. Aquella de los gestos, protosímbolos poderosos. Que implican un conocimiento relacional; implícito pues no ha mediado palabra alguna, mucho menos una manifestación de intenciones discursiva. El niño se ha bajado de su silla, se ha aproximado, ha tendido su brazo buscando el del otro, ha señalado la frescura del agua. Un diálogo anterior a la conversación. Que es diálogo y conversación por otras vías. Las vías preverbales, de las onomatopeyas, de señalar, preñadas de afecto. Afortunadamente, el niño ha sido visto. Por eso ambos han pasado a otra escena. Esa que fluye sólida en el agua. Bajo el sol, para quien quiera verla.
Hasta aquí esto podría quedar en una monserga. Esas pesadas recomendaciones, muchas veces también confusas, a todo padre que se precie de ser suficientemente “apegado”. El padre que “sabe ver y escuchar a sus hijos”. La noción de apego, como tantas otras de parecido cuño, ya sea inconsciente, represión, disociación, amor, odio o libertad, ha sido ampliamente banalizada. Apego, digámoslo de paso, rápido y firmemente, no es “pegado”, ni acto sacrificado o aguantador por parte del adulto. Apego tiene que ver con recepción recíproca, con sintonía, con “medir” adecuadamente la distancia que nos separa de los otros. Distancia que no es otra que la afectiva. Apego no es dormir todos juntos, no es evitar el llanto por todos los medios, no es decir siempre que sí a los requerimientos del niño. Apego, en todo caso, es una compleja forma de responder como padre, o madre, también como hijo, “suficientemente buena”. Una manera de acoger el desarrollo favorable del niño y…, también el de los padres.
Pues los padres también se desarrollan, Es decir, tal como los niños, se diferencian complejamente mientras adquieren funciones, regulándose emocionalmente en una ida y vuelta permanente. Y esto no pasa únicamente con el primer hijo con sus padres primerizos. Pasa siempre, pues cada hijo es distinto, lo mismo que sus padres y hermanos; en sus correspondientes tiempos histórico sociales.
Por eso es importante crear un espacio mental compartido. De nuevo estamos con el aprendizaje social en su versión genuina, donde todos puedan pensarse. Todos implican a todos. Hijo y padres. Desarrollar la capacidad anticipatoria, disponer de un cierto tiempo en el lugar adecuado, pensar qué cosa puede estar pensando nuestro acompañante.
Esto pone bien aparte las cuestiones de género. No porque no interesen. Si no porqué la crianza se mide más en la moneda de lo intersubjetivo que en cualquier otra. Ese espacio primero soñado y luego concreto donde se da el acontecer del vivir. Poco importa, a la hora de considerar este asunto básico, si la pareja conyugal es heterosexual o no. Lo que importa es cómo esa familia ha armado su proyecto, qué lugar tiene cada uno en ese espacio compartido. Parafraseando aquello de “el hijo es el padre del hombre”, podríamos jugar con que “el hijo es el padre de los padres”. Delineando una geometría que da una vuelta sobre sí misma, una y otra vez. Por supuesto, nada de esto descarta la natural asimetría del vínculo, la ético estética que carga sobre los adultos. Pero el adulto también es, a su modo, un niño. Por eso decimos que el hombre es el más neoténico de los animales.
Pensarse implica adquirir y mejorar esa capacidad. En conjunto. Esto no significa la posibilidad de generar “súper hijos” ni “súper padres”. Inexorablemente habrá grietas, faltas o como se les llame. Por otra parte, una deseable cuestión. “Nadie es perfecto”, por suerte. Pues de esto depende la dimensión humana. Las versiones “edénicas” que frecuentemente se pueden encontrar en los trabajos de observación nos muestran cierta tendencia a la disociación, por no decir renegatoria. La crianza es siempre traumática, difícil. Es verdad que deja uno de los mejores saldos de la vida. Pues son una invitación a Eros. Pero tanto niños como padres no se escapan del llanto, la incerteza, el no saber qué hacer ante las dificultades cotidianas.
Por eso es interesarse en la observación de bebés. Y como he ido tratando de sostener, la de sus padres en interacción. Pues no hay bebé si no hay padres. Y viceversa. Nuestro práctico de observación de un bebé menor de un año en su ambiente familiar es clásico. Es una introducción de valor clínico, en tanto es una herramienta de diagnóstico, donde la exploración de la familia puede rendir resultados a la hora de intervenciones preventivas. O bien, si fuera el caso, definitivamente terapéuticas. Pero también puede servir para reflexionar sobre todo tipo de intervención psicológica, que siempre – sin dudas – debe comenzar por uno mismo. Es que no hay observación sin la inclusión del observador. No veo factible del todo la formación de un psicólogo sin este tipo de pasaje por lo infantil.
El bebé es un ávido receptor de información contextual. Que va procesando acorde a cómo va armando su campo subjetivo. El niño que invita a su padre a la piscina no ha procedido por azar. Ha buscado sutilmente a su objeto en medio de una situación. Podemos pensar que lo ha puesto a prueba, que lo ha “tanteado”. Ha tratado de hacerlo ingresar a su espacio mental, mientras se siente acogido en el espacio mental de su padre. Una inteligente operación microsocial donde se busca trazar el camino de la seguridad. Mutua. Sujeta a permanente revisión.
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